sábado, 7 de diciembre de 2013

Rojo Red



En el prescolar del vecindario terminó el recreo. Desértico, el patio de juegos espera ansioso que llegue mañana para ser torturado, babeado, embarrado de comida y dulces en cada uno de los fierros que forman la variedad tan rica en color y forma en su oferta de entretenimiento, apta solo para menores de seis.  Son las doce de la tarde, el sol pone a hervir cada uno de los juegos. La resbaladilla en forma de pulpo deja caer el sudor por sus tentáculos. La madera del puente se hincha de humedad y envejece lentamente. Los animales del carrusel piden a gritos un balde de agua, pero nadie los escucha, y entre ellos está la constante lucha por ganar la sombra. Ciento ochenta grados, el caballito está a ciento ochenta grados de la felicidad, que ahora la posee el camellito, ¡y sopla, y sopla, y sopla! Puede que su aliento se haga viento y gane, puede que tenga que esperar a mañana cuando vuelva a sonar el timbre, y salvajes corran los niños a darles de vueltas y les regalen media hora de la vida diaria. Pero son las doce de la tarde, y el último esfuerzo de los niños por aprender se escucha en coro hasta la calle contigua al salón –Rojo red, amarillo yellow, verde green, rosa pink-, ¡y lo repiten, y lo repiten, y lo repiten! Como pequeñas maquinas tiernas llegarán a casa y lo seguirán cantando todo el día –¡rojo red, rojo red, rojo red!-, y este proceso será interminable, así pasará con las carretillas, las tablas de multiplicar, con los estados y sus capitales.
Andrea es la que se sienta en la mesita de hasta atrás, es muy bajita para sus tiernos cinco años, tiene unos ojos enormes y verdes, como canicas ojo de gato. Está fastidiada de tantas horas en la escuela, pero ella no sabe que es el fastidio. Conoce el aburrimiento, y ahora lo vive, como que jugando y aprendiendo, como que ya no es tan divertido ser premiado por la maestra con unas estampillas doradas de estrellas. Como que a estas horas desea arrancarse el uniforme y tirarse a rodar en su cama fría, o tomar un vaso de leche con chocolate e invitarle un sorbo a sus muñecas. Sólo debe esperar un poco más, sólo un poco más y ese canto de los colores se mudará a casa para presumir a sus padres que ya sabe cantarlos en inglés, sólo en ese orden, no en otro, en otro no podría, nunca. Parece eterno, los niños ya no huelen bien, la maestra ya se despeinó después del berrinche de un niño que atacó sus hermosos chinos apretados. El frutsi de naranja se secó en la camisa blanca, el chocolate se hizo grumo en sus labios, la tierra se acumuló en su cuello, la plastilina se metió entre sus uñas. Son doce y tantos, Andrea no puede más con sus ojos, son las doce y tantos, el sol pega en la mesa verde agua y rebota en su cara. Sus ojos ya no pueden más…
Fue como teletransportarse, no supo en que momento. Fue como magia, como si el hada madrina hubiese agitado su varita y elevara a Andrea hasta su cama. Abrió los ojos ahí, entre las paredes rosas de su cuarto, tapada con una cobija de un unicornio azul. Un poco espantada por ese tiempo muerto en su vida, ese misterioso tiempo que dejo de ser mientras cantaba los colores. Bajó temerosa a la cocina, y se encontró con una imagen de tranquilidad: su madre servía la comida, nada de lo que pasó fue malo, su interior sonríe y su boca también. Aun así, se sentó consiente del terrible acto de pereza cometido un par de horas atrás. La voz de una bruja malvada salió junto con un plato humeante de sopa de letras.
-Andrea, otra vez te quedaste dormida.
Seriedad. Regaño. Dulzura. Ojos enormes. Sonrisa pequeña con grandes dientes. Andrea hermosa. Cómo no endulzar el enojo de su madre, cómo no hacer que la perdonara por quedarse dormida en la escuela. Era imposible. Esa mirada ahogada en ternura sólo provocaba las ganas de procurar que la sopa nunca se enfriase y no gustara a este ser pequeño de exigencias finísimas. Su madre debía contenerse a ese eterno enamoramiento arrebatado.
-Hoy verás la tele sólo quince minutos. Ni un minuto más, ni un minuto menos.
El tiempo se consumió –como muchas otras tardes- jugando con Yuya, una rubia de medidas perfectas, o casi perfectas: era manca, pero era la preferida, no era Barbie, pero se le parecía. Hace mucho que habían sido las doce pe eme. A estas horas termina la madre de ver la novela se su preferencia, en el canal de preferencia, con el actor de su total preferencia. Es el turno de Andrea. Una sucesión de canales al puchar los botones, en todos los mismos comerciales; juguetes, frituras, dulces, bebidas. Las mismas historias dramáticas. Violencia y sangre, muertos diario. Damitas lagrimeando. Ronald McDonald es malvado. Dora la exploradora es muy alterante. No ha empezado La Doctora Juguete. No tiene sentido mirar más, han pasado quince minutos. Apaga la televisión, mira su rostro en la pantalla y juega a que es cantante -¡Rojo red, rojo red, rojo red!-Manda besos y saluda. Bailotea por la sala, y peca a ratos brincando en los sillones. Bailotea por la sala y arrima la mesa… En un momento, a la hora que no se sabe, se abre la puerta, una sombra fugaz atraviesa la sala, deja un destello de palabras.
-¡Buenas noches, preciosa!
Siguió el halito de esa voz grave. Llegó a la puerta que jamás puede atravesar, la abrió un poco, y miró lo oscuro de la habitación, poco a poco la visión se aclaraba; podía distinguir los libros, incluso ese olor a humedad. Al fondo, detrás del escritorio, trajeado y pálido hablaba con aquella que Andrea no conocía. Tomó la sabana en la que ella reposaba, lo pasó por su cuerpo. La acariciaba lento, se detenía donde la excitación crecía. Le susurraba a lo que seguramente su oído era. La miraba sin parpadeos, y soñaba lo imposible. Andrea no sabía muy bien lo que veía, pero su pequeño interior comenzaba a distinguir que era la razón de la lejanía de su padre.
No pasó mucho cuando los gritos se adueñaron de la atmosfera. Nada es claro en la mente de la niña, escucha y elimina las palabras. Mete la cabeza bajo la almohada, y regresa al escenario: -¡Rojo red, rojo red, rojo red!- y ahora parece que su cantar será interminable hasta que su madre llega a consolar lo inconsolable.
-¿Por qué no llevas a Yuya mañana a la escuela?
Andrea sólo la miraba, sin expresión alguna. Su mirada fija retenía el segundo round de gritos.
-O lleva a otra, una muñeca que si tenga brazo.
Andrea sonrió, un plan se gestaba en esa mentecilla traviesa. Todo se estructuró en una noche. Todo se creó en la oscuridad, y estalló al siguiente día. Una vez más no supo cuando se quedó dormida, pero ya se preparaba para la escuela cuando se dio cuenta de lo misterioso que es dormir. Su madre la vistió, su madre lavó sus dientes, su madre metió un Nesquik en la lonchera, su madre untó la mayonesa, puso la rebana de jamón, luego la cama de lechuga y otra vez el pan. Mientras el sándwich se hacía, Andrea entró a la habitación donde veía títulos y títulos de libros, seguramente libros de princesas porque ella no conocía otros, además no sabía leer. Parecía ser interminable el camino al escritorio, cuando llegó todo fue muy rápido. Abrió el cajón, la vio, justo en medio, brillante y limpia, y los objetos a su lado; unas llaves, lapiceros, una foto con sus papás, debajo hojas llenas de palabras, pero en medio: la sábana donde descansaba. La tomó con sus dos manos, apenas y podía levantarla. La metió en su mochila. Su madre le gritó que era hora. Se fue a la escuela.
Los juegos tenían vida un día más. Andrea, sin saberlo, salvó al caballito, se subió sobre él y no se bajó hasta que terminó el recreo, lo dejó justo debajo de la sombra. Accidentalmente regó el Nesquik, y el caballito lo bebió discretamente. Una vez más los niños olían mal, ansiosos miraban hacía la puerta, untaban los dulces en sus manos, luego las frotaban y se hacían bolitas de mugre que moldeaban como plastilina. La maestra estaba a punto de llegar a la violencia luego de dos meadas accidentales, una vomitada, y la triste noticia de que no habrá puente el Viernes.
Sin saber exactamente el porque de la idea de anoche y la acción de la mañana, Andrea tocó el hombre de Arturo y le dijo que fueran a la mesa donde dejaban las mochilas, tomó la suya, abrió rápido el cierre, con la esfuerzo sacó de su mochila y se la mostró a su compañero. El niño la miró con cierto morbo y espanto. No dudó en gritar eso que sería la acusación más heroica de la generación.
-¡Maestraaaaaaaaaaaaaaa, Andrea trae una pistola!
En un fugaz zoom in, los ojos de la maestra miraron el objeto que la niña poseía. Un grito agudo explotó en el salón. Apretó fuerte su bata a cuadros. Invoco a un Dios suyo. Entró en pánico, mando a los niños pecho tierra, les dijo que no se espantaran. Ninguno comprendió la razón del escándalo, pero obedecieron como en los simulacros de sismo. Lentamente. Pasos suaves. Sudor frío. Taquicardia in crecendo. Respiración agitada. Tragos de saliva. Ese nudo en la garganta. Andrea miró patético el momento, pero recordó alguna escena de todos los días en la televisión, o le desesperó tanto detalle en el andar de su maestra hasta ella que sólo estaba a dos metros. Estiró los brazos. No apuntó a ninguna parte específica, pesaba mucho la pistola. Disparó.
Eran las doce del día. El calor sofocaba a todos dentro del salón, no los dejaba respirar muy bien. Querían los niños encontrarse con el Hombre araña, Barnie, Buzz, su madre, su padre. ¿Quién carajos quiere estar a las doce del día con ese pinche calor a los cinco años sentado en un salón con otros veinte niños con los mocos secos en la entrada de sus fosas nasales?  Andrea, no. Se recargó en la mesa, no tardó en soñar. La maestra estaba en el piso, sus chinos se teñían, y parecía nunca haber existido un peinado en su cabeza, un charco de sangre bajaba rodeando su cuerpo. Los niños pasaban pisando ese líquido espeso y pintaban huellitas de zapatitos en todo el salón. Bailoteaban y jugaban. Corrían y empujaban. Comían y tronaban la boca. Uno que otro se arrancó la camisa blanca manga corta. Algunas niñas coloreaban, otras cotilleaban sobre ser el duro trabajo de ser princesas. El salón se estaba iluminando de rojo; de pies, de manos, de algún resbalón en el charco, también de pinceladas. Estaban eufóricos entre tanto color. Cantaban todos. Un coro. Agudamente entonados.

-¡Rojo red, rojo red, rojo red, rojo red!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bonito bonito...gracias por compartirlo